Fue el día 1 de septiembre de 1730, de noche, como si la tierra hubiera preparado con malicia esta trampa de fuego y cenizas esparciéndose por doquier. Reventó el volcán con un grito quebrado, su furia manchó el cielo de negro y gris; llovió sobre la isla muerte y destrucción, decenas de pueblos quedaron sepultados bajo las cenizas, la lava y las rocas incandescentes. Tingafa, Las Maretas, Santa Catalina, Jaretas, San Juan, Peña de Plomos, Testeina y Rodeos son algunos de los nombres arrancados de los mapas y de la historia. Sus edificios, la huella de su existencia, las paredes que absorbían las historias de sus habitantes, desaparecieron. Una cuarta parte de la isla murió convertida en una costra negra, primigenia e irreal. Casi cien años después, la tierra volvió a rugir, a protestar como un bebé airado, rompiéndolo todo, expulsando metralla e ira de las bocas que rompían el suelo. Surgieron nuevos volcanes, una vez más el miedo y el hambre volvieron a esparcirse como plagas, la certeza de que mañana no habría nada. La isla volvió a enseñar su peor rostro, cubierto en una parte importante por una horrenda cicatriz negra. Volvió a gritar que no éramos bienvenidos, que no estaba domesticada, ni mucho menos muerta. Para colmo de ironías, las tierras que desaparecieron de la vista, y casi de la memoria, estaban entre las más verdes y fértiles. Un importante granero con el que llenar los estómagos acostumbrados a lo justo y poco más, y demasiadas veces a mucho menos.
Esta tierra nunca ha sido fácil. Ni siquiera su belleza lo es. El viento, la escasez de lluvias, la fuerza con la que el sol nos martillea a todos, las erupciones que cambiaron fértiles tierra por un malpaís que sólo ofrece rocas, picón y un paisaje desolado. No es buen lugar, no invita a quedarse y echar raíces en el duro y castigado suelo. Sin embargo, esta misma tierra desagradable nos dio una oportunidad. Por accidente, o por un negro sentido del humor, eso lo dejo a elección de cada uno. El caso es que la arena volcánica, la misma que había sepultado una parte de la isla hasta hacerla irreconocible, resultaba tener grandes virtudes para el cultivo, en particular de la vid. En un lugar tan seco, su porosidad capturaba hasta la última gota de humedad. Los materiales que arrojaron los volcanes revitalizaron la tierra. Con el tiempo y el esfuerzo de aquellos que no permitieron que el hambre les venciera, Lanzarote y su gente renacieron.
Ni siquiera la propia isla castigando a sus hijos logró que estos renegaran de ella. Poco a poco, casi sin querer, aprendimos a sorprendernos de estar aquí. La tierra ya no era negra, se distinguían matices, grises, marrones, y casi por arte de magia, iban apareciendo pequeñas motas de verde. Lo roto no era tal, sino algo distinto; distinto a todo lo que era conocido en esa parte del mundo, a lo que los nativos de algunas generaciones, los venidos de la Península o de otras partes hubieran visto o imaginado nunca. Fuimos haciéndonos uno con el lugar; los presentes en el génesis, y los que vinimos después. Sobrevivimos, y después comenzamos a admirar el paisaje.
Cuando observas algo muchas veces, acabas olvidando el cuadro general y te fijas en los detalles. Cuanto más pequeño son estos, más impresionan a veces. Sucede a menudo cuando recorro el Parque Nacional de Timanfaya, dejando que mi vista se pierda entre el paisaje. Las rocas, con sus bordes cortantes y recortados. Las formas más o menos suavizadas de las montañas. Las paredes casi verticales y lisas en algunas de ellas, que parecen hechas por la espada de un titán. Los cultivos de viñas, enterradas en la tierra para no ser llevadas por el viento, haciendo del territorio un tablero de casillas verdes y negras. La luz cálida que da vigor a la tierra, convirtiendo el paisaje en algo imposible, casi un misterio trasplantado a este mundo. Un lugar que me resulta familiar y sorprendente al mismo tiempo. El horizonte imposible y cotidiano de mi infancia, el que otros ven como algo salido de otro planeta; lo que para muchos es lo cotidiano y normal, por comparación, para otros nos resulta irreal, casi una broma de una naturaleza a veces infantil y traviesa.
Tanto que creo conocer esta tierra, esta isla, y aún más que me sigue sorprendiendo, por muchas veces que viaje por estas carreteras. No importa el tiempo que pase, las fotografías que tome, las veces que deje que este viento me envuelva y silencie todo lo demás. No puedo cansarme. Es algo maravilloso, el nómada y explorador que todavía quiere conocer nuevos territorios y mundos, que al doblar esa curva, se le revelen nuevos paisajes. Quiero carreteras infinitas que me lleven a todas las esquinas del mundo. Sorprenderme al llegar allí, y al volver a casa, y no dejar de ser parte de este circuito eterno. Enseñar esta foto, y las historias que están bajo la capa de tinta. Sentir el viento de otros lugares, la tierra que llevan consigo, el salitre del mar, los olores de bosques y lagos. Que me lleven a ciudades que no quepan en mi tierra, que el barrullo haga de mi cerebro polvo de cristal; y luego volver aquí, y que este silencio me vuelva a cantar su melodía. Dejar estelas alargadas al surcar la tierra, como otros lo hacen al navegar.
Tierra apasionada y furiosa, terrible a veces, arisca y difícil, a veces también ha sido lo contrario, incluso generosa; joven con arrugas de anciana, renacida y de otro tiempo. Tiéndeme un puente que me lleve al otro lado del mundo, sea por encima de tu piel o atravesando tus grietas. Déjame contar a otros qué es vivir en medio de matices de negro, amarillo y marrón, y encontrar la belleza. Cómo siendo tan difícil, no hemos renegado de ti. La oportunidad de recorrer carreteras como esta, entre paisajes eternos, más sólidos y reales que nada que haya construido el hombre. Cartografiar en la mente de aquellos que me reciban en otros lugares la complejidad que nace de volver a lo primigenio, a lo más sencillo, puro y elemental.
Por favor, por encima de todo, déjame seguir este camino, y contarle al mundo entero cómo tus hijos aprendimos a amar las cicatrices.