Ya no volveré a padecer hambre, sed ni fatiga. He marchado tan lejos del punto de partida, que todo el camino recorrido se ha perdido en la memoria. Ya no hay dudas de quién soy, ni de dónde vengo… porque me deshice de todas las preguntas. Las abandoné, y al hacerlo gané fuerzas para dominarme a mí mismo, y luego tomar el mundo.
No hay oscuridad en las sombras. Todo es visible, está desnudo y disponible para mí. Cada árbol, alineado de forma perfecta a lo largo de un camino liso y pavimentado, me ofrece sus frutos. Me alimento sin necesidad, sólo por placer, por vengarme del sufrimiento pasado. Nunca siento hambre, ni me sacio. He dejado atrás la ropa, y mi piel no siente frío ni calor, tan solo la agradable brisa que parece ondular y girar alrededor mío. Camino sin descanso, motivado sólo por encontrar al ser de ébano. No sé qué es, y esa única duda, resistente y rebelde, me corroe e irrita; afea el paisaje que se despliega ante mí con su solo recuerdo.
La luna apenas se ve en el cielo nublado. Todas las luces de ciudades lejanas en la distancia y el recuerdo se proyectan contra un cielo de color anaranjado. Recorro un camino despejado y llano, parecido a un antiguo camino romano. A veces, a un lado del mismo, encuentro una fuente de agua. Falta una alfombra roja, dríades arrojando pétalos de rosas a mis pies y algún sátiro tocando el arpa. A decir verdad, no necesito nada de eso. Me basta con sentirme así. Después de todo lo pasado, del dolor y el vacío, esta ausencia de los dos me llena, me hace sentirme pletórico. Hay momentos en que rompo a reír, y mi carcajada es música; demente y rota, maravillosa. Lleno todo el espacio con mi presencia en él, todo el mundo presente ante mí es un escenario grandioso. Podría ser así para siempre, podríamos este lugar y yo forjar un pacto. Yo gobernaré en la noche, daré orden y sentido a las cosas, les otorgaré un nombre, les hablaré de la luz que no conocen ni necesitan. La tierra me proveerá de todo lo que pueda desear. Nadie romperá la armonía de este lugar.
Sólo hay una astilla clavada en mi mente, y es él. No poder recordar su rostro, qué hacía ahí y por qué estaba de pie ante mí, mirándome sin ojos, sintiendo cómo me diseccionaba… Dónde estás, ser o cosa, dónde te ocultas. Soy parte de la noche, como tú seguro lo eres, pero desearía que el sol apareciera y te desvelara, que te deshicieras como cenizas llevadas por el viento. No puedes esconderte en ninguna sombra, ni aunque estés hecho de la misma sustancia.
Vislumbro a lo lejos una pirámide de base cuadrada. Hace tiempo, quizás noches enteras, descendí al fondo de la tierra. Ahora veo una estructura más alta que ninguna otra que haya visto antes aquí. Del lateral que está frente a mí veo unas escaleras. El camino pavimentado me conduce hasta ellas, y yo no puedo hacer nada, sino lo que siempre he hecho: caminar. Esta vez lo hago sin molestia ni cansancio. Es algo automático, en cierta manera asumido; quizás parte de ese pacto que quiero hacer con este lugar. Qué más da. Estoy a punto de tocar el cielo. De alzarme con la corona.
Con cada escalón, una energía helada y cargada de electricidad se agolpa en mi garganta. Es como un montón de bolas de algodón mojadas en pintura azul acumulándose para salir disparadas. El viento es cada vez más fuerte, lo siento como la brisa de un mar agitado. Llego arriba, y en el centro veo una pequeña cúpula de acero pulido. Mi reflejo está ahí, y reconozco a la persona que veo. Estoy cambiado, quizás demasiado definido mis rasgos, como si me hubieran dibujado con un lápiz de trazo grueso. Con todo, magnífico, desnudo y dueño de todo. Creo que todo esto ha sido una prueba, que ha servido para forjarme y hacerme más fuerte, para purgar cada célula débil o muerta de mí. Me he limpiado, por dentro y por fuera. He pasado por una ordalía que me ha afilado y hecho tan duro como el acero de esta cúpula. A mi alrededor, el mundo entero; este parque, este lugar extraño y ahora mío.
Río, y toda la energía es vomitada hacia el cielo. Frío y electricidad colándose entre mis dientes, sintiendo cómo mis encías se congelan, cómo toda mi boca se hace una mueca de máscara de teatro, cómo todos mis nervios se vuelven cuerdas de guitarra vibrando. Mi cuerpo resuena, y el mundo lo hace conmigo. Soy la nota que faltaba, la canción en sí misma, y todo este lugar cobra sentido para mí. Nada más lo tiene, ni lo necesita porque yo no lo necesito. Nada más debe haber sino este sitio sometido a mi voluntad. Las nubes se despejan, y ninguna luna se ve ahora en el cielo. No hay brillo alguno, estrellas que guíen, nada. Es como debe ser. Yo debo ocupar el vacío.
Mis manos tiemblan conmigo, y empiezo a moverlas como lo haría un director de orquesta. Luces a mi derecha se encienden, y empiezan a ejecutar una rutina de encendidos y apagados. Dicen aclamarme, dicen ser yo la luz que ellas dan al mundo, que soy yo el que hace que la noche tenga color y sustancia. Agito mi mano izquierda, más luces se encienden. Ciudades enteras parecen despertarse y volver a la cama ante mis órdenes.
Los árboles también responden cuando se lo ordeno a través del viento, sus hojas mecidas. Sus ramas se estremecen con mi risa, las hojas se caen, y en el suelo parecen dibujar retratos de seres que conocí en el pasado. Mi novia… era alguien. Fue alguien para mí. Creo, por los puntos donde siento ahora pinchazos, que fue parte de mí. De mi memoria, de mi día a día, de mi personaje secreto que sólo ella tenía derecho a juzgar. No está aquí, no está en ninguna parte sujeta a mí. No existe ahora. Eso me hace volar. Despego mis pies del suelo, mis brazos extendidos ejecutando la sinfonía de una noche interminable. Ligero, despidiéndome del dolor y de la memoria.
Pienso en mi hermano, y es como si una nueva nebulosa se acabara de crear en el cielo. Al pensar en él, noto más que nunca la sangre recorriendo mi cuerpo. Gritos chirriantes, voces distorsionadas acuchillan mi memoria, empiezo a recordar. El odio, los reproches reprimidos, los celos, el orgullo… Basta, no quiero nada de eso. No lo merezco. Los dejo atrás, junto con mi hermano, con nuestra última discusión. Sólo quiero volar y alzarme eterno.
Mi nombre es susurrado por el viento, y yo lo rechazo. No necesito ningún nombre, soy todo lo que hay, y todo lo demás es sólo porque yo lo permito, porque lo observo en cada momento. No quiero nada de lo que era, ese ser mediocre, asustado, que no avanzaba, que era un ratón en el trabajo, un juguete del jefe, que los demás no sabían apreciar su talento. Atrás, todo atrás. Todo debe ser soltado, que caiga y se hunda en las profundidades más oscuras de la tierra. Mío es el cielo, que me acaricia y me atrae.
Asciendo, y me detengo cuando ya no hay más lastre que soltar. Soy el dueño del firmamento y de la tierra, y ordeno y deshago. Las luces forman figuras geométricas, líneas que se entrecruzan. Hago que llueva, me sumerjo en las nubes cargadas de lluvia, cruzo el cielo como un cometa, y vuelvo a ascender. Me emborracho de esta sensación de no tener dueño, de tenerlo todo bajo mi control. Río, alzo los puños, y la tormenta estrella sus rayos contra el suelo. Arden los bosques, todo queda bañado por una luz rojiza que parece contagiar la demencia. Extingo las llamas con un simple gesto, y vuelvo a hacer arder el mundo de nuevo. Tormentas e incendios llenan el aire de ozono y cenizas. Soy la humanidad celebrando el regalo de Prometeo, soy la cúspide por encima de toda cúpula, incluso la del cielo. Ante mí, el mundo es un regalo que estoy destrozando. Por debajo de mí, la cúpula de acero. En el centro de todo, el nuevo hombre. Qué alegría tan desmemoriada me desborda, qué maravilla no tener herencia, todo nuevo, tabula rasa.
Entonces empieza a llover de nuevo; los incendios se apagan, los rayos cesan.
Alzo la vista, y sobre mí se alza el ser de ébano. No me mira, sino que centra su atención en el mundo, en mi obra. Con un gesto de su mano derecha, cesa el viento y la lluvia, se despeja el cielo de nubes. Con un gesto de su mano izquierda, todas las luces se desvanecen. De noche tanto arriba como abajo, ya no puedo ver nada, y menos que nada, a este humanoide. Comienza a descender, o eso creo sentir. Tengo la sensación de que está frente a mí, mirándome como lo hizo en la primera fuente. Posa su mano sobre mi hombro…
…y caigo.
Desciendo sin control ninguno, y según desciendo, siento que todo vuelve a mí. El dolor de todo el camino recorrido, de las heridas, de la fatiga, del cansancio, la duda y el miedo. La sed y el hambre, la locura de sentir cómo el vacío te infla los intestinos y te hace reventar poco a poco.
Recuerdo quién soy. Recuerdo mi nombre, mi trabajo, mi rutina, mi tristeza y mi amargura. Recuerdo dónde trabajo y por qué sigo ahí a pesar de toda la bilis que acumulo y me mata. Caigo en un punto que me agujerea la cabeza: no es culpa de nadie. Es sólo algo que dejé que sucediera. No hubo más razón que no acostumbrarme a mi entorno, mis compañeros, mi día a día… a las críticas y al esfuerzo. Creer que era mi derecho el premio final sólo por portar mi cuerpo por el mundo.
Sigo recordando… las discusiones con mi hermano, la última de ellas. Cómo nos abandonamos, por qué lo hice… por dejadez, por comodidad, por no sentirme menor que él, por no envidiar todo lo que ha ganado, quién es, cómo le miran y le quieren. Vomité todo la envidia verde y viscosa que me inundaba. La arrojé a su rostro, a sus entrañas, a cada hilo que nos unía, y vi cómo se deshacían. Me destrocé a mí mismo odiando a mi reflejo más fiel, y creí haber hecho lo correcto. Ahora siento la sangre convirtiéndose en plomo dentro de mí, la decepción que me agarrota.
Caigo, caigo sin cesar, y esta vez no estará mi novia para recoger lo que quede de mí, para unir los trozos necios en que me convertiré. He arrugado su rostro, he decolorado su pelo, he agriado su boca y sus besos, he helado sus manos y sus pechos, con cientos de reproches, de miedos, de culpas que no merecía. Convertí las virtudes en hechos menores y obviados. Hice de los defectos causas para una condena a cadena perpetua. Mis fracasos, mi lugar que creía inmerecido en el mundo, la comida que ya no me sabía, el sexo que se había vuelto roce de muñecos asexuados, la bebida que apenas me emborrachaba, todo lo que había vuelto gris se lo había reprochado a ella.
La he estado matando con mi bilis, con mi desilusión, con mi cobardía, con mis pocas ganas de querer afrontar que la diferencia entre yo y mis delirios no es el fracaso. Que nadie tiene toda la culpa, y ella menos que nadie. Que me hice daño, y me convertí en dolor para los demás.
Incluso recuerdo cómo llegué aquí, cómo salí como cada día de la oficina, y esta vez fui a por unas cervezas. Cómo me senté en un banco de un parque cualquiera, y no tuve prisa ni cuando la noche se cerró sobre mí. No respondí a ninguna llamada, ni a mis padres ni a mi novia, sólo quería soledad, y quizás silencio para poder pensar. Las latas se iban vaciando una a una, y con cada una, yo era menos consciente de nada. De la gente que se apartaba de mí. De las miradas y los reproches lejanos. De mis pocas ganas de seguir. De caminar por el parque, de pasear cerca del lago.
De aparecer aquí.
Sigo cayendo, y creo entrever que al final no hay ninguna cúpula esperándome… sino un hondo agujero que no parece tener fondo. Caigo, caigo, sigo cayendo, hasta que todo se inunda de negro dentro de mí.