Estoy cansado de caminar.
He vagado por la superficie de este mundo durante mucho tiempo. Ya sólo me resultan familiares la sensación de la tierra húmeda y el césped bajo mis pies; el aire conteniendo el frescor de la noche; la ropa raída y pegada a mi cuerpo. El sudor, y las heridas. Siento, más que veo, esta realidad.
Mi barba es espesa como un nido de pájaros, noto los pelos del bigote curvados hacia mis labios, que están en carne viva. Mis manos están contraídas hacia dentro, como si sólo sirvieran para cerrarse y golpear con hastío, más que con furia, los muros invisibles que no me dejan escapar. Soy un abducido en este lugar en tinieblas.
Me siento en la hierba, y hundo mi cara en mis rodillas. Los sonidos que llegan a mí parecen amortiguados, como si traspasaran colchones sucios y llenos de insectos; puede que sean mis oídos los que están llenos de invasores que se mueven incansables hacia mi cerebro. Me duele la cabeza, por la deshidratación y la falta de sueño. Quedan lejanos en el tiempo la última vez que bebí agua, que comí o dormí. No sirve el cielo para contar las horas o los días cuando apenas varía su color; sólo tonos de negro, azul y violeta.
Miro mis manos sucias, manchadas de tierra y sangre seca. He buscado con desesperación algo que comer. Cualquier cosa serviría. No he encontrado siquiera insectos. Nada vegetal que parezca comestible. Es como si hubiera viajado a un parque eterno, con su noche eterna, y vacío de vida. No es una prisión, o al menos creía que ya no lo era, que había escapado. No parece que haya viajado a otro mundo o realidad. No sé dónde he aterrizado, la arquitectura apenas varía, los árboles son dispersos y solitarios, y sólo se ven pálidas luces de fondo, como barcos distantes.
Huí de todo. De ese parque que casi me atrapa por el peso de una gravedad que me rompía los huesos. De aquel lago cuyas aguas parecían querer forzarme la boca y adentrarse en mis entrañas. De la carretera y la promesa de volver a casa. Creo que ya no me preocupa tanto saber cómo he llegado a estar en esta situación. Ahora pienso más, cuando los insectos de mi cabeza me dejan, a dónde voy. Por qué no me rindo y me sumo en el sueño, y así apago todas las luces.
Como siempre, no tengo respuesta. Sólo pies entumecidos y manos rotas, sangre y sudor, y un vacío dentro de mí.
Se sucede un vagar tras otro, un viaje que se pierde en la memoria a cada paso que doy. Pienso que voy en línea recta, pero no tengo forma de saberlo con certeza. Sé que mi horizonte, el paisaje generado quizás por unas incipientes alucinaciones, es llano, cubierto por un césped cuidado que hace de alfombra. Por un momento, me siento como si me hubiera colado en el jardín inmenso e impoluto de algún millonario, como un intruso estúpido y joven que sólo quiere meterse en su piscina. El pensamiento me resulta tan tonto que me río, pero no abro apenas la boca; es como una vibración ronca y cáustica de mi garganta rebotando en mi paladar, y la curvatura hacia arriba de mi boca hecha trizas. Es la sonrisa de un demente amordazado.
Hay momentos en los que mis ojos se van cerrando. Mi cerebro se apaga, y deja a mi cuerpo seguir sin dueño. Despierto a saltos, y vuelvo a ver el mismo paisaje; y otra vez a saltos, todo vuelve a ser aún más negro. Es como si viajara a través de agujeros negros en mi conciencia. Sin percibir nada; mis oídos, mi boca, mis ojos, los poros de mi piel, cerrados al mundo, saturados de suciedad, agotamiento y dolor.
Hasta que toda la luz que parecía haberse ido del mundo me sacude como si reentrara en la atmósfera.
Mis ojos arden, presionan contra mi cerebro, como si quisieran salirse atravesando la tapa de mi cráneo. Incluso se escapa un grito de mi garganta erosionada, me tambaleo aturdido. Es demasiada luz. Mi visión se vuelve blanca, mis piernas tiemblan y caigo al suelo, las rodillas apenas pueden soportar el impacto contra el mismo con el peso de mi cuerpo.
Respiro… espero a que esta vibración dentro de mi cráneo cese, y sigo respirando, aprendiendo a hacerlo bien de nuevo. Cuando el aire vuelve a entrar con calma en mis pulmones, abro los ojos.
Dos hileras de luces en el suelo hacen guardia. Son pequeñas farolas, gárgolas luminiscentes de diseño moderno, que iluminan una pasarela de madera. Puedo ver el recorrido que hace, las varas de metal que la flanquean, las columnas de granito al final del camino. Los árboles que rodean el lugar, y que sólo dejan entrever lo que hay más allá de la entrada.
Hay un camino visible. Uno que puedo seguir, que puede llevarme a alguna parte. Tengo tanta sed, estoy tan cansado, que beber y dormir quizás nunca sean suficientes. El cielo es violeta. Nada nuevo, pero de repente parece todo más vivo; matices de verde entre las sombras, y algunas luces más allá de los árboles que hay delante de mí.
Ahora toca la parte que mejor me sé. Caminar, un paso y luego otro. Así hago, y es el viaje más corto que recuerdo desde que soy capaz de recordar. Las luces del camino me ciegan cuando miro hacia los lados, y en un momento concreto, miro hacia lo que he dejado atrás. Sombras y noche. ¿Cómo he sido capaz de llegar hasta aquí, sin fuerzas, sin apenas luz, sin caerme y no volver a levantarme? No importa ahora. Tengo un camino.
Entro, y me detengo un momento en el umbral custodiado por las columnas. Veo que más allá hay otras tres entradas, flanqueadas a su vez por grandes columnas. Frente a mí, frente a la entrada de cada portal, desciende una hilera de escaleras de piedra. Al final del camino, en el fondo de este lugar, apenas se puede ver nada, apenas llega luz alguna. Desciendo, sintiendo con cada pisada que me hundo un poco más. Con cada paso, creo oír mejor un rumor de fondo. Es intermitente, quedo, y cada vez más fuerte. Me detengo, casi incapaz de respirar. Si pudiera pivotaría mis orejas hacia la fuente del sonido, como un animal nocturno. Me concentro en cada vez que se genera ese sonido… Me deleito, empiezo a reírme. Carcajadas nerviosas que me golpean en las costillas, me agito enfebrecido y delirante.
Es agua. El mayor tesoro en un mundo sin vida. Desciendo a toda prisa los últimos escalones, y casi me estrello contra una estructura curva y lisa. Es la base de una fuente, simple y sin detalles, de la que surge un cilindro que se estrecha en una boca redonda como una naranja, de la que surgen gotas de agua. Está a rebosar la fuente. Agua que ya paladeo en mi boca. Me arrodillo, y acerco mis manos temblorosas como un cuenco.
Tocan la superficie y siento que está fresca. Introduzco mis manos, y acerco el preciado elemento a mis labios.
Mi cabeza flota en medio de la noche. Mi boca abierta tratando de tragarse el mar, con todos sus barcos hundidos. Siento el agua despertando mis labios, mi cabeza, mis piernas y mis brazos. El sonido apresurado de mi boca succionando el agua que entra en mí como un torrente. La mitad de mi cuerpo dentro de la fuente, empapándome. Bebo, bebo para siempre. No importa si no vuelvo a ver la luz, o si mi estómago se reduce hasta absorberme a mí, como los agujeros negros que surgen de soles que mueren con un grito. Nada importa, si no vuelvo a sentir sed ni una sola vez más; incluso si tengo que vivir encadenado a esta fuente.
Cuando mis pulmones no pueden más, salgo con estrépito del agua, y caigo al suelo. Respiro de nuevo, y siento en todo mi cuerpo una vibración cálida, como si cada extremidad, mi barriga, mi pecho y mi cabeza fueran hormigueros declarándose la guerra. Siento el estómago hinchado, mis huesos pesados, el cuello incapaz de sostener mi cabeza. Me vence el sueño y el infinito cansancio; abandono esta noche y me sumo en la mía.
Una sombra se yergue sobre mí. Me mira con ojos vacíos en un rostro sin rasgos. Es como el dorso de una cuchara negra, sin reflejo, apenas el borde su figura distinguiéndose de la noche. Permanece en su sitio, ningún movimiento, ningún gesto. Sólo observa. Mi cuerpo está paralizado, como si decenas de garfios hubieran surgido del suelo y perforaran mi carne. Permanece así por un tiempo incalculable, su paciencia y mi parálisis en silenciosa competición. Sólo puedo devolverle la mirada, si es que eso es posible. La fuente sigue al lado de mi cabeza, pero soy incapaz de oír la caída de ninguna gota, como si se hubiese detenido también. Sólo se oye el viento, que parece revolotear muy por encima de nosotros dos.
Sin mediar palabra ni gesto previo, sin que antes surja conexión alguna, me da la espalda, y se dirige a las escaleras que están enfrente de las que yo bajé para llegar aquí. No hay un instante de comprensión, ni empatía. No distingo si lleva ropa, si está desnudo o lleva alguna clase de atuendo de látex. Parece alto, bien formado, fuerte, pero es como diferenciar una sombra en un pozo. Es difícil describir algo que parece tomar prestada su carne de la nada.
Sigo con la mirada el camino que sigue, hasta ver cómo se detiene frente a la salida de este lugar. Se gira, y vuelve a dirigir lo que entiendo que es su mirada hacia mí. Es como si un robot, un alienígena o una mezcla de los dos me escaneara con alguna clase de luz que no puedo ver. Siento que sondea en cada debilidad, cada miedo, cada frustración, derrota, defecto y miseria que anida dentro de mí. No soy capaz de decir cuánto tiempo pasa haciendo esto, sólo podría contar a ojo las veces que mi respiración se corta, por miedo a que la siguiente sea la última.
Se aleja, se marcha. Se ha ido. En tres latidos, ha desaparecido de mi vista.
Me abandona la parálisis, y me incorporo sin apenas control de mí. Me acerco de nuevo a la fuente. Puedo ver mi rostro en el agua. Vuelve a mí la misma sensación de extrañeza que cuando vi mi reflejo en aquel coche, en aquella carretera, allá de donde no recuerdo cómo volver. No logro reconocerme, pero el caso es que soy yo. Sé que suena extraño, pero es así. Ahí está mi nariz, mis ojos, mi pelo revuelto. Son mis mejillas, más hundidas y sucias, pero mías. Me acerco hasta casi tocar mi reflejo, y no encuentro nada fuera de mi sitio… pero es como si todo fuera una copia, distorsionada y defectuosa, falta de sustancia.
No sé quién o qué es eso que he visto, pero es el primer ser vivo que veo desde hace días. Quizás tenga respuestas, y deben ser mías. No sé cómo lo conseguiré, cómo podremos comunicarnos, si es que esa cosa sabe hablar siquiera. Ahora no importa. Saciada la sed y descansado, subo por dónde él lo hizo. Cada paso me resulta un suplicio, como si en vez de ascender por escalones lo hiciera por una pared vertical. Voy inclinándome, sintiendo el estómago devorando todo tejido dentro de mí, deshilándome. Los últimos pasos los doy casi a gatas. Llego al final, y encuentro entre las dos columnas un cuenco.
Casi se rompe mi mandíbula de incredulidad. Cerezas, lleno a rebosar el cuenco de ellas. Rojas, lisas, perfectas. Me arrastro como un perro feliz de ver a su amo, y derribo el recipiente, los frutos ruedan por el suelo. Las voy devorando según las encuentro, incluso alguna vez la ansiedad hace que trague por accidente algún hueso. No importa, sólo hay hambre. No me detengo hasta haber encontrado todas, hasta llenarme, y acabo con la comisura de mi boca y mi ropa manchadas de rojo.
Me apoyo en una columna, feliz por este festín. Miro el horizonte. Se ven lo que parecen bosquecillos, claros, jardines geométricos, charcos y pequeños lagos. Todo está sumido en esta noche violeta. A lo lejos, en alguna parte que casi se puede confundir con este firmamento de otra galaxia, se ven luces. Quizás allí esté el hogar, pero ahora me acucia otra necesidad. Necesito respuestas, y una sombra parece tenerlas.