Un rugido rompe la noche. La luz que hace sangrar las pupilas. Un monstruo de metal, penetrando en el vacío dipuesto en forma de grieta recta y uniforme en el suelo. Las mercancías que lleva en sus entrañas de acero, dispuestas para ser adoptadas a golpe de tarjeta. La ciudad que duerme con las luces encendidas, estridentes y afiladas, esperando a que mañana abran las tiendas y las oportunidades.
Una serpiente manchada que sigue una ruta que otro ha fijado por él. Separa dos mitades del lugar, y los hace distintos por la mera existencia de una frontera. Nosotros podemos viajar en él, descubrir otras ciudades, ser recibido por nadie en sus estaciones. De hecho, podemos fantasear con la idea de estar siempre de paso, en tránsito y sin lugar fijo. Con asientos reclinables como cama, la ropa siempre arrugada y oliendo a todo lo que llevamos con nosotros. Despertar en otro lugar, y al día siguiente aún más lejos. Que el ruido que sigue como un enjambre de moscas al tren nos acompañe a todas partes. Al menos, a donde nos lleven las líneas de acero dispuestas por algún ingeniero.
Yo estoy a un lado de la línea, rodeado de un color verde domesticado, observando la ciudad insomne y copada de nubes, contaminación y luces adormecidas. Es el sitio perfecto para fingir que hemos vuelto al paraíso, y ver cómo todo se rompe con el ruido y la luz como el filo de una navaja de las luces del tren. El acero que relumbra, el temblor que sacude la sangre que está de paso por la punta de los dedos de los pies. La imaginación que quiere correr detrás del monstruo que se aleja.
Ver las vías, y preguntarse a dónde llevan. Soñar con otros lugares, y querer escapar, aunque sea entre cajas de ordenadores y muñecas. Pasar por debajo de puentes endebles que unen mitades que fueron separadas para poder comunicarnos. Otear el paisaje salpicado de graffitis, y edificios de viviendas que se confunden con edificios industriales. Huir de la ciudad, y ver una tierra de nadie que nos parece un hogar perfecto. La niebla que pasea a ras de suelo cuando el amanecer nos sacude los párpados.
Llegar a un sitio, y querer ir a otra parte.
Disfrutar del progreso, volviendo a ser un nómada.