Ha vuelto el azul a los edificios de Madrid. El aire se enfría, y de nuevo apetece pasear por las calles de la ciudad, que se llena de ruido y vida en sus arterias. Los atardeceres calman a tiempo los días, que se resisten aún al abrazo del otoño. Todos somos coloreados por los mismos tonos, nos parecemos un poco más, haciéndonos parte del escenario.
Sea con la bici o a pie, dan ganas de moverse por Madrid. De perderse por sus calles, de ojear escaparates y a la gente que se sienta al otro lado del cristal. Es tiempo de libros, de librerías donde ojear, como cazadores entre la maleza, libros de sabiduría o evasión. De café y chocolate caliente, al mismo tiempo que de las últimas cervezas en las terrazas que robaron el sueño en verano tanto como el calor. Todos de azul; a veces también de amarillo cuando pasamos por debajo de las farolas. Dos colores contrastando nuestros rostros, nuestro entusiasmo por las nuevas oportunidades; o nuestro agotamiento por volver al trabajo, a las rutinas programadas por algún yo pasado.
Porque todo vuelve: la gente que minuciosamente nos describe sus vacaciones; los retrasos más disimulados del metro; los bares y tiendas que durante el agosto se refugiaron echando el cierre por descanso; las aglomeraciones infinitas donde antes había espacio para no darnos calor; la rutina de los mismos chistes y las frases de compadreo; y el despertar al salir a la calle y sentir el aire frío de la mañana.
Vuelve el azul de las tardes de otoño, de los paseos teñidos de dulce melancolía, de las parejas que se dan calor, del insinuar miradas antes que cuerpos enteros. El Madrid que más me ha enamorado siempre, el más cargado de oportunidades, el de comienzo de curso aunque hace años que no tomo apuntes. El de las mañanas vibrantes al sol, las tardes reflexivas cargadas de pisadas por la acera, y las noches que piden calor y guerra.
Yo camino despacio, sin el agobio del sol cortante de agosto; un recuerdo ya lejano cuanto más fuerte empuja el viento. La cámara me acompaña, y los dos juntos observamos los tonos de azul que se posan sobre la piel de los paseantes. Las parejas que cruzan miradas y se tiñen de sombras bajo la luz de una farola. Los ciclistas aprendiendo a sobrevivir a una ciudad que no se acostumbra a ellos. Los niños que salen del colegio, los oficinistas que abren la mañana y cierran la tarde que se viste de noche antes.
El ruido de una ciudad a rebosar de sí misma dándome el ritmo y los tiempos de la escena. Es tiempo de jazz y blues, de literatura de fantasía, de bebidas calientes y arrimarse al otro. De volver a imaginar cada rincón de calles estrechas; cámara en mano, bañado por la luz azul de otoño.