Donde comienzan todos los caminos

Donde comienzan todos los caminos

Donde comienzan todos los caminos

La primera vez que vine a Madrid, aterricé en la estación de Atocha. He usado el verbo correcto, aterrizar, pues me sentía volar con una mezcla de nervios y emoción que me obligaban a sujetarme al asiento mientras observaba el paisaje, cada vez más desconocido, que se encontraba entre mi origen y mi destino. Mi origen, un pequeño pueblo de poco más de dos mil habitantes en medio de tierras infinitas de labranza. Mi destino, una ciudad de la que siempre había escuchado cosas superlativas tanto buenas como malas. Con dieciocho años, yo sólo tenía oído para las buenas. Para las malas, tendría tiempo de sobra.

De la mi primera vez en la estación apenas conservo algunos retazos. Todo era demasiado grande, con tanta gente, un agobio que se mezclaba con la sensación de maravilla que me llenaba la boca, y con la certeza de que este sería un escenario habitual los próximos cinco años de mi vida. Iba con mis padres, que se mostraban inquietos y nerviosos, sintiéndose fuera de su elemento. Ellos sí habían estado en Madrid, tanto de visita como de paso para ir a otra ciudad, incluso fuera de España, pero parecía que les resultaba hostil y extraña. En aquel momento, queriendo ser el más urbanita de Madrid, ciudadano del mundo y con todas las respuestas aguardando prestas entre mis dientes, me parecían dos paletos con la boina calada, y yo un explorador urbano.

Venía a estudiar Económicas en la Universidad Complutense, y durante los dos primeros años, me quedé en una residencia. Entre la facultad y la resi, como la llamábamos todos, iba haciendo mis primeras amistades en la ciudad. Se formaron dos grupos muy distintos; mientras que el grupo de la facultad se distinguía por ser más homogéneo, y más pijo de lo que yo estaba acostumbrado hasta entonces, los de la resi eran un caos de gente de distintos orígenes sociales, una mezcla de canarios y andaluces, castellanos y gallegos, ingenieros y arquitectos, periodistas y filólogos.

Atocha fue la casilla de salida para muchos viajes, el punto de partida a primera hora de la mañana, somnolientos y casi arrepintiéndonos de la idea de viajar el día después de una salida nocturna hasta las tantas. Era el lugar que recogía nuestros restos del naufragio, después de intentar ligar en otras provincias lo que no ligábamos aquí. Tengo muy buenos recuerdos de esos viajes, y por mi bien, más de uno se quedará en una caja fuerte de mi cabeza, a la espera del reencuentro con alguno de mis viejos amigos.

Fue el escenario de muchos viernes, cuando tomaba el tren que me llevaba de vuelta a mi pueblo. Con una maleta compacta y a punto de violar las leyes del volumen y la materia, saturada de libros y ropa; camisetas tan arrugadas que parecían pasas, vaqueros con manchas de diversos y dudosos orígenes, alguna camisa en la que confié mi suerte más de una noche, y una montaña de calzoncillos y calcetines en una bolsa cuya apertura debía resultar para mi madre, por muy grande que fuera su amor por mí, una dura prueba.

Yo llegaba al pueblo, y mis amigos de siempre me preguntaban qué tal en la ciudad, si ya era un madrileño chulo y soberbio y me había olvidado de ellos, que había perdido el acento, que si el Santiago Bernabéu quedaba cerca de mi residencia, por las novatadas que había pasado (eso da para otra historia, y quizás un día las cuente. Las cervezas las ponéis vosotros). Me gustaba volver a casa, estar con mis amigos de siempre, dormir en mi cama rodeado de mis cosas. Por otro lado, sobre todo según pasaban los años, me daba cada vez más pereza volver cada fin de semana o cada dos. Digamos que en cinco años, la sensación de estar viviendo con un pie en cada sitio no hizo sino crecer.

Supongo que esta sensación se fue reforzando con las primeras veces: el primer piso, al que me marché a vivir con una mezcla de gente de la facultad y de mi residencia, un caos absoluto y necesitado de limpieza que ahora recuerdo con cariño y asco al mismo tiempo; mi primer trabajo, en un bar que hace un par de años cerró; mi primera novia, una chica que estudiaba Químicas, tan volátil como sus experimentos. La estación de Atocha fue escenario de muchas despedidas, hasta que nos despedimos del todo, cada uno siguiendo direcciones opuestas.

Pasaron los cinco años de forma tan rápida y lenta al mismo tiempo, tan intensa y a veces de forma tan rutinaria, con tantos viajes y volviendo siempre a los dos mismos lugares, que es difícil describirlos. Cada vez que paso por esta estación, que paro en ella a tomarme un café, o para tomar el metro e ir a otra parte, siempre hay algún pequeño fragmento de algún recuerdo que me asalta. A veces hay que ir con el corazón a cubierto, porque algunos de ellos se clavan muy profundo.

Terminé la carrera, y volví a mi pueblo. Nunca me sentí tan extraño en mi propia casa, ni mis bromas se entendieron menos entre los que habían sido mis amigos desde que apenas levantaba dos palmos del suelo. Finalizar mis estudios no me aportó nada de lo que esperaba, y encima, me daba cuenta de que esto sólo era el principio, que tocaba abrirme mi propia ruta, una que sólo siguiera mi propio tren, parara o no en estaciones conocidas.

Logré volver a Madrid, volvió a deslumbrarme la luz de la mañana que se filtra entre las columnas de la estación de Atocha. Esta vez para estudiar un máster, que compaginé con una beca remunerada en promesas a cumplir el día que se congele el infierno. Como esa hubo varias, aunque alguna vez, quizás fruto de la suerte, o de la compasión, incluso gané dinero; que este volara a las manos de mi casero ipso facto y no quedara nada es un hecho que mejor obviamos.

Volvieron a pasar los meses, y yo cada vez pisaba menos Atocha. La mezcla de máster, algún trabajo no esclavo del todo, y la que hasta hoy es mi pareja, no me dejaba tiempo ni motivos para volver a mi tierra a menudo. Supongo que en algún momento me di cuenta de que ya no era mi hogar, ni esta estación la entrada a una ciudad extraña; era la salida a cualquier otra parte.

El máster acabó conmigo, y gracias al título que me dieron por ello, yo acabé en un trabajo. No era lo que yo esperaba, y creo que el empleo esperaba a cualquiera, pero pude seguir adelante y medrar poco a poco. Seguí compaginando trabajo y estudios diversos, una mezcla de cursos para manejar herramientas informáticas, idiomas, y lo que se terciara. Finalmente, me fui a vivir con mi pareja, en un barrio tan alejado de lo que aquí llaman el centro, que era mejor tomar el cercanías. Atocha volvió a ser un escenario habitual en mi vida.

Todo siguió un curso cambiante y a veces agitado, con algunos momentos muy difíciles: el vértigo de perder el trabajo, de no encontrar otro, de tener que dejarlo todo y marcharte de tu país con una mano delante y otra atrás. A pesar de todo y de algunos, encontré un empleo más parecido a lo que yo soñaba cuando llegué por primera vez a esta ciudad de locos y taxistas raudos. Mi pareja también se aproximó casi con rumbo de colisión a su sueño, y decidimos que era hora de buscar un hogar más grande, y llenarlo con pequeñas réplicas de nosotros, a las que con todo el amor del mundo haríamos tan imperfectas como nosotros.

Ahora vivo en una ciudad muy distinta de la que me vio nacer, una mezcla a medio camino entre pueblo con sus fiestas a alguna virgen de dudoso origen, y ciudad dormitorio con muebles de Ikea. Atocha me sigue recibiendo todos los días, con ese foco que te deslumbra, como si te observara con lupa. Yo llevo mis papeles y un tupper que casi huele como los que preparaba mi madre, y muchos recuerdos bajo esta cúpula.

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